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viernes, 4 de noviembre de 2016

Cuba: una vieja página en la agenda política de Estados Unidos

por: Ernesto Limia Díaz
En 1898 Estados Unidos decidió intervenir en la guerra de independencia de Cuba, sin conceder el reconocimiento al Gobierno de la República en Armas. A lo largo del siglo XIX Washington había defendido el derecho a una relación especial con la Isla, dada su proximidad geográfica; pero en realidad ganaba tiempo, a la espera —activa— de una coyuntura favorable a la anexión: «Hay leyes de gravitación política, como existen las de la gravitación física; y si una manzana separada del árbol por la tempestad, no puede hacer otra cosa que caer al suelo, Cuba, separada a la fuerza de su artificial conexión con España, e incapaz de bastarse a sí misma, puede únicamente gravitar hacia la Unión norteamericana […]»—había definido, en 1823, el entonces secretario de Estado John Quincy Adams en las instrucciones a su embajador en Madrid (Thomas, 2013: 106), estrategia que trascendió como la «política de la fruta madura».


Mucho antes, incluso, desde la presidencia de Thomas Jefferson (1801-1809), Estados Unidos había trabajado en correspondencia con este interés anexionista, dando los pasos que en cada momento demandaron las circunstancias. Todo se subordinó a ello, y con imperturbable ci­nismo, a nombre de la libertad y —ya en el paroxismo del delirio— a nombre de la humanidad, al iniciarse la época de las revoluciones en la Isla tras el Grito del Demajagua, las distintas administraciones que escalaron a la Casa Blanca condenaron al fracaso todo plan insurreccional. Más allá de no reconocer la beligerancia, desde Ulysses S. Grant hasta William Mc­Kin­ley trabajaron de consuno con España para frustrar la revolución.

Comenzado 1898, la victoria mambisa era solo cuestión de tiempo y el sueño de Cuba Libre se concretaría con la constitución de un Estado nacional. Sin suministros ni logística ―y una población de 1 500 000 habitantes, el Ejército Li­ber­tador había en­frentado y vencido a 300 000 hombres de una de las principales potencias militares de Europa. España estaba exhausta, sin recursos ni energía para continuar la guerra. Las cerca de 45 000 camas de sus 71 hospitales de campaña no bastaban; las fiebres y la mala alimentación consumían a sus soldados. La Hacienda estaba arruinada; el poder colonial, virtualmente derrotado. El éxito del levantamiento no solo amenazaba al dominio español: ponía en riesgo la presunción del dominio sucesor estadounidense y el tema de la «vecindad» cobró nuevos bríos, pues necesitaban manipular el entusiasmo despertado en la Unión por la epopeya mambisa. Encubrir el interés expansionista bajo el disfraz de un acto justiciero, dio contenido moral a la declaración de guerra contra España. «En todos los Estados Unidos, ―en los ayuntamientos y las organizaciones cívicas, en poemas y canciones populares, desde el púlpito de las iglesias hasta los escenarios de los teatros― la necesidad de cumplir con un vecino se apoderó de la imaginación popular» (Pérez Jr., 2014: 80-81).

El Congreso y el Gobierno, auxiliados por la prensa, empujaron el país a la guerra, y la cruzada mediática consiguió involucrar a la opinión pública: «…los editores de periódicos y revistas; los empresarios, in­dustriales e inversionistas; los poetas y dramaturgos; los artistas, periodistas y novelistas; y, un siempre creciente electorado, ―casi todos los que contemplaban el futuro bienestar de la nación, se persuadieron de que la posesión de Cuba era un problema de necesidad nacional» (Pérez Jr., 2014: 4). Varios editoriales de The New York Times abogaron por dar fin a la amenaza de una guerra interminable ante las puertas estadounidenses. Y el 22 de abril se publicó uno revelador: «Nosotros iremos a la guerra contra España no para satisfacer una ambición, sino en obediencia a las leyes de la naturaleza. Es el momento en que estas co­sas sean hechas y nosotros las hacemos al tiempo en que la fruta madura cae del ár­bol» (Pérez Jr., 2014: 71-72). Ese día comenzó el bloqueo naval contra la Isla y el 25 se rompieron las hostilidades.

El guion de lo ocurrido luego se repite a lo largo de la historia; Martí lo había alertado: «Y una vez en Cuba los Estados Unidos, ¿quién los saca de ella?» (Portell, 1939: 62-65, t. III). Consumada la intervención, fue puesta en marcha una virulenta campaña difamatoria contra el Ejército Li­ber­tador y los diarios estadounidenses co­menzaron a describir a Máximo Gómez y a Calixto García, al igual que al resto de los jefes insurrectos, como despiadados asesinos de los «caballerosos» españoles, imagen que se co­rresponde con los falsos informes elaborados por algunos mandos norteños en la zona de operaciones, que «trascendían» a la prensa. Una frase del general Young refleja la matriz de opinión que querían sembrar: «No son más capaces de go­bernarse que los salvajes» (Thomas, 2013: 296). A ello se su­maron las me­didas de in­fluencia y comprometimiento sobre el liderazgo mambí, y las acciones anticubanas del ejecutivo y el Con­greso. Todo apuntaba a la misma dirección: generar un clima que justificara extender la intervención militar hasta popularizar el interés anexionista, anhelo que pese al es­fuerzo desplegado les resultaría inalcanzable.

El 1ro. de enero de 1899, al compás del himno de Estados Unidos, la bandera de las barras y las estrellas se alzó al mástil del Palacio de los Capitanes Generales. Once meses después, el presidente Mc­Kinley anun­ció que la Cuba que habría de surgir de las cenizas del pasado, tenía que estar ligada a Estados Unidos por vínculos especiales de intimidad y fuerza, construidos posteriormente en el Congreso a través de la En­mien­da Platt, una herramienta destinada a dar fuerza legal a la potestad estadounidense de «ejercer el derecho a intervenir para la preservación de la independencia y el sostenimiento de un gobierno adecuado a la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual, y al cumplimiento de las obligaciones con respecto a Cuba, impuestas a los Estados Unidos por el tratado de París […]», en cuya aprobación no estuvo representada la Re­pública en Armas.

Estados Unidos propuso incluir la En­mienda Platt como apéndice a la Cons­titución cubana y condicionó a ello la retirada de su contingente militar. Conse­guido su propósito, accedió a que el 20 de mayo de 1902 la Isla se diera una Re­pública que para nacer debió someterse a la tutela yanqui. Ese año, en su discurso sobre el estado de la Unión, el presidente Theodore Roo­se­velt abundó al respecto: «Cuba queda a nuestras puertas y cualquier acontecimiento que le ocasione beneficios o perjuicios, también nos afecta a nosotros. Tanto lo ha comprendido así nuestro pueblo, que en la Enmienda Platt hemos establecido la base, de una manera definitiva, por la que en lo sucesivo Cuba tiene que mantener con nosotros relaciones políticas mucho más es­tre­chas que con ninguna otra nación […]» (Roo­sevelt, 1910: 621, t. 2).

La Mayor de las Antillas fue el balón de ensayo del imperio neocolonial que construyó Estados Unidos en el siglo XX. El 20 de mayo de 1904 Roosevelt anunció al Senado que extendería a Centroamérica y el Caribe los preceptos de la Enmienda Platt, con lo cual Washington se abrogaba el papel de gendarme ante el quebranto de las condiciones sociales en cualquier país del área, para prevenir la eventual intervención de una nación extranjera. Y aunque esa política del big stick, o del «gran garrote», ocasionaría estragos por casi 30 años, en 1906 Roosevelt recibió el premio Nobel de la Paz.

En las tres primeras décadas de la Re­pública, los cubanos tuvieron himno y bandera, pero eran parias en su propio país. Los abusos de las empresas latifundistas estadounidenses, dueñas ya del 55 % de la superficie total de la Isla, los privilegios de sus compañías y la connivencia de Wa­shing­ton con los politiqueros co­rruptos que permitieron la usurpación de nuestros recursos, unidos a los efectos del papel de gendarme en el área, despertaron el rechazo a la injerencia norteña en los asuntos locales. La publicación, en 1927, del libro Azúcar y población en las Antillas, de Ramiro Guerra, contribuyó a la forja de la conciencia antimperialista entre la juventud que, un lustro después, encabezó el levantamiento popular que derrocó a la cruenta tiranía de Gerardo Machado. Sin embargo, los propósitos iniciales se frustraron con la decisiva mediación yanqui. Al decir de Cintio Vitier, «…des­pués de haber entregado en holocausto a sus mejores dirigentes, la Re­volución del 30 quedó clamando muda en la conciencia del pueblo, como un gesto viril, ensangrentado y trunco» (Vitier, 2008: 146).

La opción de la embajada estadounidense en La Habana para gobernar el país, recayó en el astuto sargento taquígrafo Fulgencio Batista, quien hasta el 4 de septiembre de 1933 —cuando en medio de una situación ya fuera de control luego de la huida del dictador, encabezó una conspiración de sargentos cuyo alcance no iba más allá de reivindicaciones clasistas— había permanecido ignorado; cuatro días después fue ascendido a coronel y nombrado jefe del Ejército. Celoso guardián de los intereses yanquis, el hombre que tramó los asesinatos de Antonio Guiteras, Carlos Aponte y de tantos otros, detentaría el po­der en los próximos diez años: primero, tras los telones del Palacio Presidencial (1934-1940); después, como presidente de la República (1940-1944). Le sucederían Ramón Grau San Martín (1944-1948) y Carlos Prío Socarrás (1948-1952), pero na­da cambió. Ambos terminaron por defraudar la esperanza nacional, al propiciar que imperaran el gangsterismo, la corrupción y el desenfreno en el saqueo de los fondos públicos, que precipitaron al país a la desmoralización y el caos.

En medio de la Guerra Fría y la histeria macartista, cobró fuerza la influencia cultural estadounidense a través del cine, la televisión y la radio, el dominio de sus productos en el mercado nacional y la asimilación de sus patrones de consumo; aunque, en la práctica, la ilusión fomentada por las firmas publicitarias norteñas, de que cualquiera, si se lo proponía, podía llegar a ser un Henry Ford, terminaría por estrellarse contra una cotidianidad que enraizaba el desengaño, como consecuencia de las crecientes pobreza y mendicidad que alcanzaron dimensiones extremas en las zonas rurales, un dilema que el periodista y costumbrista cubano Eladio Secades, satirizó desde las páginas de Alerta: «La casta de pesimistas cubanos nació cuando el crack bancario. Despertar de un sueño de oro de aquellos criollos inteligentes que llegaron a pensar que los americanos tendrían que comprar el azúcar en una joyería. Un pueblo que desde entonces está oyendo hablar de empréstitos y de cesantías, no puede ser optimista» (Se­ca­des, 2010: 87).

La Habana, vitrina de artificial esplendor meticulosamente preparada para se­ducir al turismo estadounidense, se llenó de casinos, bares y burdeles. Tras ellos, una invasión de figuras siniestras, atraídas por el juego, las prostitutas, las drogas y el alcohol... En el imaginario de aquellos viajeros, Cuba cobró reputación como «el distrito de luces rojas del Ca­ribe», «Las Vegas de la América Latina», el «burdel del Nuevo Mundo» (Pérez Jr., 2006: 677); por el contrario, para la mayoría de los cubanos resultaba vergonzoso el curso que tomaba la vida nacional. Un sentido de frustración mantenía al país en las sombras. Muy caro debió pagar nuestro pueblo la injerencia de Estados Unidos.

En aquel clima de agonía moral, la cultura defendida por las mejores figuras de la intelectualidad, y la educación impartida en algunas escuelas públicas y privadas, salvaron la conciencia nacional. En el cam­po literario confluyeron tres fuerzas de gran poder expansivo, impermeables a la influencia corruptora del mercado, los enlatados hollywoodenses y los «condensados» de Selec­ciones: la generación que en las primeras décadas de la República mostró «…el verdadero rostro de la patria, por el lado de la historia política y económica, o de la etnografía y el folklore» (Fer­nando Ortiz, Ramiro Guerra, Medardo Vitier, Emilio Roig de Leuchsenring...); la de la militancia comunista o de izquierda (Nicolás Guillén, Carlos Rafael Rodríguez, José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre, Juan Marinello, Félix Pita Rodríguez, Julio Le Riverend, Raúl Roa, Alejo Carpentier...); y «…la de creación poética silenciosa, que enlazaba tres generaciones sucesivas: la de Poveda, Boti y Acosta, la de Brull, Ballagas y Florit, la de los poetas de Orígenes» (José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Eliseo Die­go, Cintio Vitier y Fina García Marruz, entre otros) (Vitier, 2008: 153).

Aquella contienda de trascendental sig­nificado, se trazó entre sus más urgentes metas el rescate del Apóstol. Y de la mano de Manuel I. Méndez, Gonzalo de Que­sada y Miranda, Jorge Mañach, Por­tuon­do, Mari­nello, Le Riverend, Roig de Leu­chsen­ring, Ortiz, Ángel Augier, entre los más destacados, irrumpió el Martí intelectual revolucionario y combatiente antimperialista, de ética impoluta y profunda vocación de justicia social, que cautivó el corazón del pueblo.

En las artes plásticas maduró una obra, esencialmente cubana y universal (Víctor Manuel, Carlos Enríquez, Fidelio Ponce, Amelia Peláez, Florencio Gelabert, Cun­do Bermúdez, René Portocarrero, Maria­no Rodríguez, Wilfredo Lam...), al tiempo que cristalizaban las búsquedas nacionalistas de los integrantes del Grupo Re­no­vación Musical, o de compositores como Gonzalo Roig y Ernesto Lecuona, se producía una explosión musical entre los sectores más humildes, que hicieron cubanas las in­fluencias provenientes del Norte, y se fraguaba la escuela cubana de ballet con Alicia, Fernando y Alberto Alonso.

Paralelamente, en escuelas normales, institutos de segunda enseñanza y algunos centros docentes privados, se fomentaba un clima de superación cultural y de amor a Cuba, que dio abrigo a la vida moral de la nación y tributó a la forja de un espíritu rebelde. Desde el arte, la literatura y la exaltación de las tradiciones combativas, con especial fervor hacia los héroes mambises y los pensadores del siglo XIX cubano, aquellos maestros, mu­chos de ellos formados durante la primera etapa de la República, conservaban fresco el halo patriótico de las luchas del 68 y del 95 y, al despertar el interés por la historia, animaron una vocación nacionalista que arraigó los sentimientos libertarios entre la nueva generación.

De la exaltación de lo cubano, rebrotó el orgullo que hizo trizas la humillante imagen proyectada por el espejo norteño con que se observaba el país. Entonces el pueblo hizo suya una obsesiva consigna del carismático fundador del Partido Ortodoxo, Eduardo Chibás: «¡Vergüenza contra dinero!».

En 1952, cuando Batista regresó al poder tras el golpe de Estado del 10 de marzo, a los revolucionarios cubanos les quedó claro que no era posible concretar un proyecto nacional con justicia social, sin dinamitar las estructuras del poder neocolonial. La cultura y la educación habían abierto paso a nuevas formas de expresión política, que en tan dramáticas circunstancias terminaron por cristalizar en la generación que no dejaría morir las ideas del Apóstol en el año de su centenario, con Fidel Castro a la cabeza. El asalto a los cuarteles Moncada y de Bayamo, el 26 de julio de 1953, definió los campos entre quienes no veían una solución sin la tutela de Estados Unidos y los que ya habían comprendido que desde el voraz vecino, más que las soluciones, venían nuestros peores males. Cuando en 1957, estimulado por Washington, Carlos Prío Socarrás promovió un pacto ―firmado en Miami a espaldas del Movimiento 26 de Julio entre los representantes de varias organizaciones políticas tradicionales, la Fede­ración Estudiantil Univer­sitaria y el Direc­torio Revolucionario― con el propósito de cons­tituir un Gobierno provisional, Fidel res­pondió a los firmantes que, mientras ellos en el extranjero hacían una revolución imaginaria, el 26 de Julio, en Cuba, hacía una real. Y jamás se sacrificarían principios cardinales en el modo de concebir la Re­volución Cubana, que ―contemplados en el Manifiesto de la Sierra Maestra― habían sido eliminados del texto del Pacto de Miami.

Suprimir en el documento de unidad la declaración expresa de que se rechaza todo tipo de intervención extranjera en los asuntos internos de Cuba, es de una evidente tibieza patriótica y una cobardía que se denunciaba por sí sola.

Declarar que somos contrarios a la intervención no es solo pedir que no se haga a favor de la revolución, porque ello iría en menoscabo de nuestra soberanía e, incluso, en menoscabo de un principio que afecta a todos los pueblos de Amé­rica; es pedir también que no se intervenga en favor de la dictadura enviándole aviones, bombas, tanques y armas mo­der­nas con las cuales se sostiene en el poder, y que nadie como nosotros y, sobre todo, la población campesina de la Sierra [Maestra] ha sufrido en sus propias carnes. En fin, porque lograr que no se intervenga es ya derrocar a la tiranía (Buch y Suárez, 2009: 157-158).

A finales del otoño de 1958, a Estados Unidos se le hizo evidente que Fulgencio Batista estaba a punto de caer; la única esperanza del presidente Dwight D. Ei­senhower descansaba en hallar una «tercera fuerza», sin compromisos con Batista ni con el Movimiento 26 de Julio. Los recursos de la CIA y el Departamento de Estado se desplegaron en función de ello, pero los intentos no fructificaron. En di­ciembre la incertidumbre resultaba abru­madora. A las 3:40 p.m., del día 31 la CIA, el Departamento de Estado y la Secretaría de Defensa se reunieron al más alto nivel, para evaluar la situación: «Batista se preparaba para huir de Cuba; y una posible acción de Estados Unidos, incluyendo la intervención directa de los marines […], estuvo entre los tópicos que se discutieron. Se recomendó que Estados Unidos asumiera la responsabilidad de nombrar los miembros de una Junta para sustituir a Batista, en lugar de permitir que Fidel Castro y sus seguidores tomaran el poder del gobierno» (Pfeiffer, 1979: 16). Al final, convinieron mantener la calma y esperar por la evolución de los acontecimientos, debido a que no tenían certeza sobre la filiación política de Fidel.

El júbilo tras el triunfo del 1ro. de enero de 1959 desbordó las calles de todo el país. La Revolución devolvió la fe a un pueblo alegre, digno, heroico…, y vindicó a aquellos mambises a quienes, en 1898, el Ejército de Estados Unidos les impidió entrar en la ciudad de Santiago de Cuba, luego de que España se rindiera.

El 19 de abril de 1959 Fidel se reunió en Washington con el vicepresidente Richard Nixon, un político habituado a sermonear a los mandatarios latinoamericanos sin im­portar lo que pensaran; era la tradición estadounidense de dictar los términos con que debía gobernarse en la región. En el memorando que envió a Eisenhower sobre el resultado de este encuentro, pue­de apreciarse a un Nixon desorientado: «…como posee la capacidad de dirigir a la que me he referido, no nos queda otra opción que tratar por lo menos de orientarlo en la dirección correcta» (Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2001: 50); sin embargo, el embajador en La Habana, Philip Bonsal, había captado el cambio: «…por primera vez un gobernante cubano ha visitado los Estados Unidos representando a una nación igual y totalmente soberana, libre de toda dominación o control» (Pérez Jr., 2014: 305).

La Reforma Agraria del 17 de mayo de 1959 catalizó la ruptura entre dos proyectos irreconciliables y el equipo de la CIA y el Departamento de Estado que coordinó el derrocamiento del presidente guatemalteco Jacobo Arbenz, en 1954, fue convocado a presentar el plan para destruir la Revolución Cubana. Lo demás se conoce: ruptura de las relaciones diplomáticas, aislamiento internacional, invasión por Playa Girón, sabotajes y terrorismo de Estado, bloqueo económico, Cri­sis de Octubre, asesinato de John F. Ke­nnedy cuando, al parecer, estudiaba la posibilidad de entablar conversaciones cons­tructivas… Lue­go el conflicto sufrió pocos cambios de fondo ―con acercamiento exploratorio tendente a la normalización durante las administraciones de Gerald Ford (1974-1977) y James Carter (1977-1981), pese a la voluntad del Go­bierno cubano y, en especial, de Fidel, de no rechazar una negociación bilateral que diera espacio a la paz, siempre que se concibiera sobre bases de respeto mutuo e igualdad soberana.

El reconocido historiador estadounidense Louis A. Pérez Jr. ha sugerido a Estados Unidos mantener el pasado en mente cuando trata a Cuba, que ha resultado la víctima de las «largas tensiones» en las relaciones bilaterales. Sin que signifique echar andar al futuro sin zafar la vista del espejo retrovisor, resultaría, cuando menos, ingenuo, pretender que Cuba olvide 200 años de historia o desconozca un asunto de la mayor trascendencia para la nación, que, en la práctica, gravita en el fondo de este viejo conflicto: el destino de la Isla está inevitablemente asociado al desenlace de la contienda entre dos sistemas antagónicos, ―el capitalismo y el socialismo,― en el terreno cultural.

Cuba, a la izquierda en el debate ideológico universal, en su dimensión simbólica representa un ejemplo pernicioso al proyecto hegemónico de Estados Unidos. Pa­re­ciera que el propósito manifiesto de debilitar los cimientos ideológicos que hoy sostienen la nación, apunta a intentar que un día los nuevos cubanos asistamos cabizbajos a la mesa de negociaciones, para deponer la patria y los ideales que nos legaron nuestros padres. El pueblo cubano tiene conciencia de este desafío; aunque, como apuntó Fidel, la desconfianza no encarne «un rechazo a una solución pacífica de los conflictos o peligros de guerra» (Castro, 2015).


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